De fiebre sobre los pechos, el deseo escurre;
rumor de espuma en los poros, la piel se vuelve
bramar marino de caracol. Espera la tarde, las
calles se alejan en la luz. Sitiados por una eternidad
de arena en la escalera, nuestros cuerpos comienzan
a curvarse al borde del abrazo. Somos sombras sin
color, contorsión perdida en el océano: un remolino
obstinado en girar sin fin. En la ciudad que rueda
sus aspas de molusco, contrastan como imposibles
anémonas amando, el resplandor de piernas y brazos
en espiral.
Por que partimos al acabar el sueño,
el caracol desaparece.
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